Entrevista a Diego Reis








DIEGO RODRÍGUEZ REIS es lector, escritor, editor―corrector y profesor. 
Ha publicado: El charco eterno (Cuentos, El camarote Ediciones, 2009); Lo levemente ajeno (Poemas, El Suri Porfiado Ediciones, 2013); Correspondencias secretas (Cuentos, Mención Especial Certamen Nacional de Cuento “Alfredo Busch”, Ediciones Del Dock, 2015; reedición digital Castro & Sahilices Editores, 2022); La anchura y la llanura (Poemas, Mención Especial Certamen Nacional de Poesía Fundación Acero, Ediciones Patagonia Escrita, 2018); Ruido blanco (Novela, en coautoría con Facundo Bocanegra, Ediciones De La Grieta, 2019); La forma del amor (Cuentos, Tercer Premio Fondo Nacional de las Artes, Espacio Hudson Ediciones, 2022); Hijo del instante (Novela, en coautoría con Cecilia Fresco, Ediciones De La Grieta―Vela Al Viento Ediciones, 2022); El deshacedor (Cuentos, Ediciones De La Grieta, 2022). 
Ha participado (como autor, corrector o editor) en más de cincuenta obras literarias, de ficción y no ficción. Ha sido jurado de diversos certámenes y convocatorias, entre ellas las de la Editora Municipal Bariloche, el Fondo Editorial Rionegrino, la Editorial Cultural Tierra del Fuego y el Premio Internacional Itaú de Cuento Digital.
Formó parte de la Comisión del Centro Editor de San Martín de los Andes (2016-2019). Desde el 2021, integra la Comisión Directiva del Fondo Editorial Neuquino.
Actualmente, prepara la edición de El lector constante, selección de sus artículos, notas y prólogos del período 2001–2023. Dirige, junto a Cecilia Fresco, el sitio La Zona – Crítica y Ficción

1―¿Cuál es el origen de tu fascinación por la literatura?
―La verdad es que en los limites de mi memoria ya estoy fascinado con los libros. De chico, agarraba libros e intentaba leerlos, pensaba que si lo intentaba, podía llegar a leer. Cuando efectivamente, aprendí a leer y a escribir, fue la revelación de un maravilloso nuevo mundo. Jamás pude dejar de leer y de escribir: puedo pasar días y hasta semanas sin escribir algo estrictamente literario, pero no puedo pasar un día sin leer por lo menos una página. Está bien esa palabra, fascinación: es lo que sigo sintiendo por la literatura.

2―¿Qué fue primero poesía o narrativa?
―La poesía: creo que poeta es lo primero que he sido y lo último que seré. Es el lugar desde el cual quiero seguir mirando el mundo, los mundos.

3―¿Qué autores de tu niñez crees que te siguen guiando actualmente?
―Arthur Conan Doyle, Jorge Luis Borges, Ray Bradbury, en ese orden. Y agregaría La Biblia y compendios de mitos griegos. Ah, y agrego colecciones que sigo consultando regularmente: los ejemplares de la enciclopedia Lo sé todo, que aún conservo; y la colección Los grandes enigmas de la editorial Larousse que salían los viernes con el diario Río Negro.

4―Naciste en La Boca, un barrio mítico, ¿qué creés que trajiste de ese barrio a tus escritos?
―En principio, la pasión, la identificación de por vida con unos colores, con un estilo: esa pertenencia es muy fuerte (la pertenencia con un club, cualquiera, el que fuere). Y una cábala: en todos mis libros de narrativa, menciono por lo menos a un jugador histórico de Boca Juniors.

5―Luego el sur entró en tu vida, ¿qué le dió a tu escritura?
―Creo que el aire, lo desaforado del paisaje, esa inmensidad está gravitando ahí. Tal como ahora, que vivo en la cordillera, descubro detrás de las palabras la sombra de las montañas. Hace unos años, edité un libro de poemas, La anchura y la llanura, que es un poco el relato de la nostalgia del valle desde la cordillera, nostalgia de esa luz.

6―Cecilia tu mujer también escribe, ¿cómo es ese intercambio de lecturas, correcciones?
―Uh, es un intercambio a estas alturas ya legendario: con Cecilia seguimos manteniendo ininterrumpidamente un diálogo que arrancó hace 15 años. Es una escritora talentosísima y una lectora muy sagaz, además de ser extremadamente generosa. Con esto quiero decir que confío en su lectura, pero sé que si le enseño un texto tengo que estar preparado para una devolución honesta y muy profunda, difícil de soslayar.

7―¿Te gusta la variedad de escritores y poetas que hay en la Patagonia?
―Creo que la Patagonia tiene una variedad riquísima en poesía y narrativa, puede exhibir con orgullo sus pergaminos y tradiciones en esas áreas ante cualquier otra región. Soy un lector constante y (a veces) me duelen o me incomoda cierta actitud previa, en ciertos ambientes, que tiende a la rápida canonización de determinadas obras extranjeras y a la lenta, lentísima, aceptación de las propias obras patagónicas, como si fuese improbable o prácticamente imposible, que una obra gestada en la región pueda ser buena o siquiera legible. Raro (hasta sospechoso, diría) pero es así.
Tal vez, esto es una expresión de deseo y no el subrayado de una falencia, me gustaría ver más autores (hasta esos mismos poetas y narradores, por qué no) aventurarse más en el campo del ensayo, de la crítica, de las entrevistas. Me encantan las entrevistas, los diarios personales de autores, las biografías y autobiografías. Creo que la próxima y continua labor literaria de la Patagonia es huir (por no decir “rajar”) de los géneros autoimpuestos o impuestos por modas foráneas.

8―¿Algún autor del sur que digas no dejen de leerlo, y algún autor que digas ojo con este?
―Bueno, creo que si tengo que recomendar a los grandes, maestros y maestras que he tenido de cerca o a la distancia, no puedo dejar de nombrar a Raúl Artola, a Marcelo Gobbo, a Graciel Cros, a Luisa Peluffo, a María Inés Arce, uff, cientos de autores que han construido obras extraordinarios y creo que duraderas. Dejo fuera de catálogo a Cecilia Fresco (porque es mi compañera) y a usted (que me está entrevistando), tranquilo porque sé que saben lo que opino de sus respectivas obras.
En lo que respecta a lo último que he leído (y aclarando que estoy siendo injusto con un montón de autores que me encantan), me gustó mucho lo que ha publicado en el campo de la crítica Mauro Moschini (escritor de Ingeniero Huergo); me gustaron mucho, por lo disruptivas, las narrativas de Carlos Salgado (Cinco Saltos), Hernán Lasque, Analía Alonso (Neuquén) y Diego Seoane (Ushuaia); y la poesía de Noemí Cuenya (Villa La Angostura) y Carolyn Riquelme (Bariloche).

9―¿Crees que hace falta más difusión de lo que se hace por estas latitudes?
―Lo que creo es que nuestra mirada y acerca de la difusión debe estar orientada a la acción antes que a la expectativa. Tenemos que difundir nuestra obra, difundir nuestras obras, hacerlas circular, activar el círculo virtuoso de la literatura. Gestar espacios físicos y simbólicos, gestionar esos espacios y sostenerlos en el tiempo. Poner en valor el polo cultural que efectivamente somos. Creo que estamos en el buen camino y que esta serie de entrevistas, por ejemplo, abonan a esa tarea.

10―¿Qué soñás para tus libros?
―Que circulen, que se muevan, que lleguen más lejos de lo que puedo llegar yo. Que sean reflejo de la postura profesional que trato de sostener como autor. Que permitan ser leídos con placer (sin ponernos a definir qué sería el placer literario), que es lo primero que espero de cualquier libro que llega a mis manos.
11―¿Me regalas un cuento o tres poemas?

Cápsula del tiempo

La cita ha sido planteada a las tres y media de la tarde, a plena luz del día, cuando la llegada de resoluciones y decretos urgentes, los cierres de caja y los llamados de último momento mantienen ocupado a casi todo el personal de la Oficina. No en mi despacho, donde la congregación de tres personas llamaría demasiado la atención de todos, de cualquiera, o por lo pronto del Censor Schmar o (peor aún) del Oficial Delamarche. Luego de una breve deliberación, hemos decidido reunirnos en la cocina, donde nuestra múltiple presencia podría atribuirse fácilmente a la pura casualidad.
Gregor, el Secretario, es el primero en llegar. Se entiende: como Secretario, sus funciones naturales han sido casi absorbidas por completo por el Censor Schmar. Desde entonces, Gregor es casi un cadete: pasa la mayor parte del tiempo ocupándose de las anodinas transacciones con los proveedores de insumos, bebiendo numerosas tazas de café allí mismo en la cocina o fumando eternamente en el baño.
Por mi parte, cuando al fin logro desembazarme de la multitud de papeles particulares y documentos generales que debo rubricar con mi firma y sello; y la mirada del Censor Schmar se concentra (como suele concentrarse a esas horas) en el conteo de los billetes del cierre de las cajas diarias; y el Oficial Delamarche despliega idéntica concentración en el ir y venir de los traseros de las empleadas; logro llegar hasta la cocina, sin llamar la atención de nadie.
Gregor fuma pacientemente uno de esos cigarrillos importados (franceses, negros, sin filtro) que tanto le gustan y cuyo espantoso hedor detestamos todos, a excepción del Censor Schmar, a quien Gregor suele tener que regalarle (cada tanto y a regañadientes) paquetes enteros.
Karl, el Delegado, llega último: viene directamente de la calle, donde ahora se pasa los días registrando el avance ínfimo de algunas obras o constatando el nulo avance de otras. Muchas veces, se le entregan direcciones incorrectas o expresamente falsas, lejos, al otro extremo de la ciudad. Se lo nota envejecido, la camisa abierta deja ver el pecho flaco y transpirado.
Yo me siento de un modo parecido o idéntico. A diferencia de Gregor, mis funciones se han multiplicado exponencialmente. A mis actividades propias de Director (dirigir, legislar, orientar los trabajos de orden general de la Oficina) se me han anexado otras de orden excesivamente particular (limpieza y restauración de anaqueles herrumbrados, revisión de archivos previo a su remoción final).
Nos estrechamos las manos, fugazmente pero con firmeza. No disponemos de mucho tiempo.
―¿Hay noticias de Grete, Josep? ―me susurra Gregor, y por su aliento descubro que ha comenzado a agregarle ron a esas constantes tazas de café.
Niego tristemente con la cabeza. Después, intentando no hacer demasiado ruido, saco del bajomesada de la cocina la cápsula del tiempo. Es una caja común de zapatos, de cartón duro, resistente. Dentro de la caja, una bolsa opaca de plástico con un dispositivo de cierre hermético. Es indispensable que lo guardado allí se conserve en el mejor de los estados posibles. Discutimos brevemente, por señas, el tiempo estipulado para la duración de la cápsula del tiempo, para su posterior apertura en el porvenir.
Karl es el más pesimista: dice que diez años, que menos es una utopía, es seguir creyendo en vírgenes y milagros. Gregor no está de acuerdo: dos años, el estado actual de cosas no da para más.
Yo, como Director, siempre tiendo al consenso o (en su defecto) al equilibrio. Opino que seis años es lo más prudente: siempre podemos abrir la cápsula del tiempo antes, si la situación cambia drásticamente para mejor; siempre podemos renovar los votos y extender el plazo si todo empeora, si es que es posible que todo empeore todavía.
Pienso en una posibilidad remota pero no imposible, que me sorprende por lo inaudita, por lo humanamente probable. Imagino un orden, una configuración en la cual cada sujeto tenga detrás suyo un Censor y un Oficial particular: la relación de superioridad numérica sería aplastante y lógica, dos por cada uno, el doble exacto y constante. Se me escapa una débil sonrisa, que debe asombrar a su vez a Gregor y a Karl, por lo que me apresuro a borrarla instantáneamente de mi rostro, en un parpadeo.
Ya no hay tiempo para más. Se oyen, desde el pasillo que une la cámara principal de la Oficina con la cocina en la cual nos encontramos, los pasos innegables del Oficial Delamarche, las botas sonoras y contundentes.
Entonces lo hacemos: yo deposito con sumo cuidado en el interior de la cápsula mi agudo y penetrante par de ojos. Gregor deja sus orejas, siempre atentas a la más mínima alteración. Karl proporciona su lengua implacable.
Cosas que (evidentemente, insoslayablemente) no vamos a precisar durante un largo tiempo.

De El deshacedor (Ediciones De La Grieta, 2022)




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